DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ROTA ROMANA
(1-II-2001)
El matrimonio, realidad natural
1-.
La inauguración del nuevo año judicial del Tribunal de la Rota romana me brinda
una ocasión propicia para encontrarme una vez más con vosotros. Al saludar con
afecto a todos los presentes, me complace particularmente expresaros, queridos
prelados auditores, oficiales y abogados, mi más sincero aprecio por el prudente
y arduo trabajo que realizáis en la administración de la justicia al servicio de
esta Sede apostólica. Con gran competencia estáis comprometidos en la tutela de
la santidad e indisolubilidad del matrimonio y, en definitiva, de los sagrados
derechos de la persona humana, según la tradición secular del glorioso Tribunal
rotal. 2. En efecto, las familias han figurado entre los grandes protagonistas
de las jornadas jubilares, como afirmé en la carta apostólica Novo millennio
ineunte (cf. n. 10). En ella recordé los riesgos a los que está expuesta la
institución familiar, subrayando que «in hanc potissimam institutionem diffusum
absolutumque discrimen irrumpit» (n. 47: «se está constatando una crisis
generalizada y radical de esta institución fundamental»).
Uno
de los desafíos más arduos que afronta hoy la Iglesia es el de una difundida
cultura individualista que tiende a circunscribir y confinar el matrimonio y la
familia al ámbito privado. Por tanto, considero oportuno volver a tocar esta
mañana algunos temas de los que traté en nuestros encuentros anteriores (cf.
Discursos a la Rota del 28 de enero de 1991: MS 83 [1991] 947-953, y del 21 de
enero de 1999: MS 97 [1999] 622-627), para reafirmar la enseñanza tradicional
sobre la dimensión natural del matrimonio y de la familia.
El
magisterio eclesiástico y la legislación canónica contienen abundantes
referencias a la índole natural del matrimonio. El concilio Vaticano II, en la
Gaudium et spes, después de reafirmar que «el mismo Dios es el autor del
matrimonio, al que ha dotado con varios bienes y fines» (n. 48), afronta algunos
problemas de moralidad matrimonial remitiéndose a «criterios objetivos, tomados
de la naturaleza de la persona y de sus actos» (n. 51). A su vez, los dos
Códigos que promulgué, al formular la definición del matrimonio, afirman que el
«consortium totius vitae» está «ordenado por su misma índole natural al bien de
los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (Código de derecho
canónico, c. 1055; Código de cánones de las Iglesias orientales, c.
776).
En
el clima creado por una secularización cada vez más marcada y por una concepción
totalmente privatista del matrimonio y de la familia, no sólo se descuida esta
verdad, sino que también se la contesta arbitrariamente.
3.
Se han acumulado muchos equívocos en torno a la misma noción de «naturaleza».
Sobre todo se ha olvidado el concepto metafísico, al que precisamente hacen
referencia los documentos de la Iglesia citados antes. Por otra parte se tiende
a reducir lo que es específicamente humano al ámbito de la cultura,
reivindicando una creatividad y una operatividad de la persona completamente
autónomas tanto en el plano individual como en el social. Desde este punto de
vista, lo natural sería puro dato físico, biológico y sociológico, que se puede
manipular mediante la técnica según los propios intereses.
Esta
contraposición entre cultura y naturaleza deja a la cultura sin ningún
fundamento objetivo, a merced del arbitrio y del poder. Esto se observa de modo
muy claro en las tentativas actuales de presentar las uniones de hecho,
incluidas las homosexuales, como equiparables al matrimonio, cuyo carácter
natural precisamente se niega.
Esta
concepción meramente empírica de la naturaleza impide radicalmente comprender
que el cuerpo humano no es algo extrínseco a la persona, sino que constituye,
junto con el alma espiritual e inmortal, un principio intrínseco del ser
unitario que es la persona humana. Esto es lo que ilustré en la encíclica
Veritatis splendor (cf. no. 46-50: MS 85 [1993] 1169-1174), en la que subrayé la
relevancia moral de esa doctrina tan importante para el matrimonio y la familia.
En efecto, se puede buscar fácilmente en falsos espiritualismos una presunta
confirmación de lo que es contrario a la realidad espiritual del vínculo
matrimonial.
4.
Cuando la Iglesia enseña que el matrimonio es una realidad natural, propone una
verdad, evidenciada por la razón para el bien de los esposos y de la sociedad, y
confirmada por la revelación de nuestro Señor, que explícitamente pone en íntima
conexión la unión matrimonial con el «principio» (cf. Mt 19, 4-8) del que habla
el libro del Génesis: «Los creó varón y mujer» (Gn 1, 27), y «los dos serán una
sola carne» (Gn 2, 24).
Sin
embargo, el hecho de que el dato natural sea confirmado y elevado de forma
autorizada a sacramento por nuestro Señor, no justifica en absoluto la
tendencia, por desgracia hoy muy difundida, a ideologizar la noción del
matrimonio – naturaleza, propiedades esenciales y fines –, reivindicando una
concepción diversa y válida de parte de un creyente o de un no creyente, de un
católico o de un no católico, como si el sacramento fuera una realidad sucesiva
y extrínseca al dato natural y no el mismo dato natural, evidenciado por la
razón, asumido y elevado por Cristo como signo y medio de
salvación.
El
matrimonio no es una unión cualquiera entre personas humanas, susceptible de
configurarse según una pluralidad de modelos culturales. El hombre y la mujer
encuentran en sí mismos la inclinación natural a unirse conyugalmente. Pero el
matrimonio, como precisa santo Tomás de Aquino, es natural no por ser «causado
necesariamente por los principios naturales», sino por ser una realidad «a la
que inclina la naturaleza pero que se realiza mediante el libre arbitrio» (Summa
Theol. Suppl.,
q. 41, a.1, in c.). Por
tanto, es sumamente tergiversadora toda contraposición entre naturaleza y
libertad, entre naturaleza y cultura.
Al
examinar la realidad histórica y actual de la familia, a menudo se tiende a
poner de relieve las diferencias, para relativizar la existencia misma de un
designio natural sobre la unión entre el hombre y la mujer. En cambio, resulta
más realista constatar que, además de las dificultades, los límites y las
desviaciones, en el hombre y en la mujer existe siempre una inclinación profunda
de su ser que no es fruto de su inventiva y que, en sus rasgos fundamentales,
trasciende ampliamente las diferencias
histórico-culturales.
En
efecto, el único camino a través del cual puede manifestarse la auténtica
riqueza y la variedad de todo lo que es esencialmente humano es la fidelidad a
las exigencias de la propia naturaleza. Y también en el matrimonio la deseada
armonía entre diversidad de realizaciones y unidad esencial no es sólo una
hipótesis, sino que está garantizada por la fidelidad vivida a las exigencias
naturales de la persona. Por lo demás, el cristiano sabe que para ello puede
contar con la fuerza de la gracia, capaz de sanar la naturaleza herida por el
pecado.
5.
El «consortium totius vitae» exige la entrega recíproca de los esposos (cf.
Código de derecho canónico, c. 1057, 2; Código de cánones de las Iglesias
orientales, c. 817, 1). Pero esta entrega personal necesita un principio de
especificidad y un fundamento permanente. La consideración natural del
matrimonio nos permite ver que los esposos se unen precisamente en cuanto
personas, entre las que existe la diversidad sexual, con toda la riqueza también
espiritual, que posee esta diversidad a nivel humano. Los esposos se unen en
cuanto persona-hombre y en cuanto persona-mujer. La referencia a la dimensión
natural de su masculinidad y feminidad es decisiva para comprender la esencia
del matrimonio. El vínculo personal del matrimonio se establece precisamente en
el nivel natural de la modalidad masculina o femenina del ser persona humana.
El
ámbito del obrar de los esposos, y por tanto de los derechos y deberes
matrimoniales, es consiguiente al del ser, y encuentra en este último su
verdadero fundamento. Así pues, de este modo el hombre y la mujer, en virtud del
acto singularísimo de voluntad que es el consentimiento (cf. Código de derecho
canónico, c. 1057, 2; Código de cánones de las Iglesias orientales c. 817, 1),
establecen entre sí libremente un vínculo prefigurado por su naturaleza, que ya
constituye para ambos un verdadero camino vocacional a través del cual viven su
personalidad como respuesta al plan divino.
La
ordenación a los fines naturales del matrimonio – el bien de los esposos y la
generación y educación de la prole- está intrínsecamente presente en la
masculinidad y en la feminidad. Esta índole teleológica es decisiva para
comprender la dimensión natural de la unión. En este sentido, la índole natural
del matrimonio se comprende mejor cuando no se la separa de la familia. El
matrimonio y la familia son inseparables, porque la masculinidad y la femineidad
de las personas casadas están constitutivamente abiertas al don de los hijos.
Sin esta apertura ni siquiera podría existir un bien de los esposos digno de
este nombre.
También
las propiedades esenciales, la unidad y la indisolubilidad, se inscriben en el
ser mismo del matrimonio, dado que no son de ningún modo leyes extrínsecas a él.
Sólo si se lo considera como unión que implica a la persona en la actuación de
su estructura relacional natural, que sigue siendo esencialmente la misma
durante toda su vida personal, el matrimonio puede situarse por encima de los
cambios de la vida, de los esfuerzos e incluso de las crisis que atraviesa a
menudo la libertad humana al vivir sus compromisos. En cambio, si la unión
matrimonial se considera basada únicamente en cualidades personales, intereses o
atracciones, es evidente que ya no se manifiesta como una realidad natural, sino
como una situación dependiente de la actual perseverancia de la voluntad en
función de la persistencia de hechos y sentimientos contingentes. Ciertamente,
el vínculo nace del consentimiento, es decir, de un acto de voluntad del hombre
y de la mujer; pero ese consentimiento actualiza una potencia ya existente en la
naturaleza del hombre y de la mujer. Así, la misma fuerza indisoluble del
vínculo se funda en el ser natural de la unión libremente establecida entre el
hombre y la mujer.
6.
Muchas consecuencias derivan de estos presupuestos ontológicos. Me limitaré a
indicar las de relieve y actualidad particulares en el derecho matrimonial
canónico. Así, a la luz del matrimonio como realidad natural se capta fácilmente
la índole natural de la capacidad para casarse: «Omnes possunt matrimonium
contrahere, qui iure non prohibentur» (Código de derecho canónico, c. 1058;
Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 778). Ninguna interpretación de
las normas sobre la incapacidad consensual (cf. Código de derecho canónico, c.
1095; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 8l8) sería justa si en la
práctica no reconociera ese principio: «Ex intima hominis natura -afirma
Cicerón- haurienda est iuris disciplina» (De Legibus, II).
La
norma del citado canon 1058 se aclara aún más si se tiene presente que por su
naturaleza la unión conyugal se refiere a la masculinidad y a la feminidad de
las personas casadas, por lo cual no se trata de una unión que requiera
esencialmente características singulares en los contrayentes. Si fuera así, el
matrimonio se reduciría a una integración factual entre las personas, y tanto
sus características como su duración dependerían únicamente de la existencia de
un afecto interpersonal no bien determinado.
A
cierta mentalidad, hoy muy difundida, puede parecerle que esta visión está en
contraste con las exigencias de la realización personal. Lo que a esa mentalidad
le resulta difícil de comprender es la posibilidad misma de un verdadero
matrimonio fallido. La explicación se inserta en el marco de una visión humana y
cristiana integral de la existencia. Ciertamente no es este el momento para
profundizar las verdades que iluminan esta cuestión: en particular, las verdades
sobre la libertad humana en la situación presente de naturaleza caída pero
redimida, sobre el pecado, sobre el perdón y sobre la
gracia.
Bastará
recordar que tampoco el matrimonio escapa a la lógica de la cruz de Cristo, que
ciertamente exige esfuerzo y sacrificio e implica también dolor y sufrimiento,
pero no impide, en la aceptación de la voluntad de Dios, una plena y auténtica
realización personal, en paz y con serenidad de espíritu.
7.
El mismo acto del consentimiento matrimonial se comprende mejor en relación con
la dimensión natural de la unión. En efecto, este es el punto objetivo de
referencia con respecto al cual la persona vive su inclinación natural. De aquí
la normalidad y sencillez del verdadero consentimiento. Representar el
consentimiento como adhesión a un esquema cultural o de ley positiva no es
realista, y se corre el riesgo de complicar inútilmente la comprobación de la
validez del matrimonio. Se trata de ver si las personas, además de identificar
la persona del otro, han captado verdaderamente la dimensión natural esencial de
su matrimonio, que implica por exigencia intrínseca la fidelidad, la
indisolubilidad, la paternidad y maternidad potenciales, como bienes que
integran una relación de justicia.
«Ni
siquiera la más profunda o la más sutil ciencia del derecho – afirmó el Papa Pío
XII, de venerada memoria – podría indicar otro criterio para distinguir las
leyes injustas de las justas, el simple derecho legal del derecho verdadero, que
el que se puede percibir ya con la sola luz de la razón por la naturaleza de las
cosas y del hombre mismo, es decir, el de la ley escrita por el Creador en el
corazón del hombre y expresamente confirmada por la revelación. Si el derecho y
la ciencia jurídica no quieren renunciar a la única guía capaz de mantenerlos en
el recto camino, deben reconocer las ”obligaciones éticas” como normas objetivas
válidas también para el orden jurídicos» (Discurso a la Rota, 13 de noviembre de
1949: (AAS 41 [1949] 607).
8.
Antes de concluir, deseo reflexionar brevemente sobre la relación entre la
índole natural del matrimonio y su sacramentalidad, dado que, a partir del
Vaticano II, con frecuencia se ha intentado revitalizar el aspecto sobrenatural
del matrimonio incluso mediante propuestas teológicas, pastorales y canónicas
ajenas a la tradición, como la de solicitar la fe como requisito para
casarse.
Casi al comienzo de mi pontificado, después del Sínodo de los
obispos de 1980 sobre la familia, en el que se trató este tema, me pronuncié al
respecto en la Familiaris consortio, escribiendo: «El sacramento del matrimonio
tiene esta peculiaridad con respecto a los otros: es el sacramento de una
realidad que existe ya en la economía de la creación; es el mismo pacto
matrimonial instituido por el Creador «al principio»» (n. 68: AAS 73 [1981]
163). Por consiguiente, para identificar cuál es la realidad que desde el
principio ya está unida a la economía de la salvación y que en la plenitud de
los tiempos constituye uno de los siete sacramentos en sentido propio de la
nueva Alianza, el único camino es remitirse a la realidad natural que nos
presenta la Escritura en el Génesis (cf. Gn 1, 27 2, 18-25). Es lo que hizo
Jesús al hablar de la indisolubilidad del vínculo matrimonial (cf. Mt 19, 3-12;
Mc 10, 1-2), y es lo que hizo también san Pablo, al ilustrar el carácter de
«gran misterio» que tiene el matrimonio «con respecto a Cristo y a la Iglesia»
(Ef 5, 32).
Por
lo demás, el matrimonio, aun siendo un «signum significans et conferens
gratiam», es el único de los siete sacramentos que no se refiere a una actividad
específicamente orientada a conseguir fines directamente sobrenaturales. En
efecto, el matrimonio tiene como fines, no sólo principales sino también propios
«indole sua naturali», el bonum coniugum y la prolis generatio et educatio (cf.
Código de derecho canónico, c. 1055).
Desde
una perspectiva diversa, el signo sacramental consistiría en la respuesta de fe
y de vida cristiana de los esposos, por lo que carecería de una consistencia
objetiva que permita considerarlo entre los verdaderos sacramentos cristianos.
Por tanto, oscurecer la dimensión natural del matrimonio y reducirlo a mera
experiencia subjetiva conlleva también la negación implícita de su
sacramentalidad. Por el contrario, es precisamente la adecuada comprensión de
esta sacramentalidad en la vida cristiana lo que impulsa hacia una
revalorización de su dimensión natural.
Por
otra parte, introducir para el sacramento requisitos intencionales o de fe que
fueran más allá del de casarse según el plan divino del «principio» – además de
los graves riesgos que indiqué en la Familiaris consortio (cf. n. 68: AAS 73
[1981] 164-165): juicios infundados y discriminatorios, y dudas sobre la validez
de matrimonios ya celebrados, en particular por parte de bautizados no católicos
–, llevaría inevitablemente a querer separar el matrimonio de los cristianos del
de otras personas. Esto se opondría profundamente al verdadero sentido del
designio divino, según el cual es precisamente la realidad creada lo que es un
«gran misterio» con respecto a Cristo y a la Iglesia.
9.
Queridos prelados auditores, oficiales y abogados, estas son algunas de las
reflexiones que me urgía compartir con vosotros para orientar y sostener el
valioso servicio que prestáis al pueblo de Dios. Invoco sobre cada uno de
vosotros y sobre vuestro trabajo diario la particular protección de María
santísima, «Speculum iustitiae», y os imparto de corazón la bendición
apostólica, que de buen grado extiendo a vuestros familiares y a los alumnos del
Estudio rotal.
(Trad.
L’O.R.)